/ domingo 20 de enero de 2019

Último adiós al Arq. Rafael Rodríguez Arroyo

Falleció a la edad de 68 años

CELAYA, Gto. (OEM-Informex). - El gremio de arquitectos, estudiantes universitarios, vecinos y amigos vistieron de luto, y con paso lento participaron en el cortejo fúnebre para dar el último adiós al maestro Rafael Rodríguez Arroyo, quien falleció a los 68 años, el pasado viernes.

Después de que fue velado entre oraciones, cirios y flores blancas, se hizo la misa de cuerpo presente ayer, a las 13:00 horas, en el templo de la Merced, a donde llegaron más amigos, familiares y estudiantes de la Universidad Latina y del Colegio de Arquitectos.

Rafael Rodríguez Arroyo nació en Celaya el 28 de octubre del 1951. Era apenas un niño cuando mueren sus padres: María de Jesús Arroyo y Antonio Rodríguez, por lo que tuvo que vivir en casa de los abuelos, que se ubica a poca distancia del templo de la Merced, de la zona centro de Celaya.


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Estudió la primaria y secundaria en el Colegio Vasco de Quiroga; después, estuvo en la Preparatoria Oficial, y más tarde hizo la licenciatura en Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a la que quiso profundamente al grado de decir en repetidas ocasiones “Soy 100 % Pumas, de piel dorada y corazón de hierro”.

Retorna a Celaya y se casa con la joven Laura Mosqueda Nieto, a quien había conocido desde los ocho años y siempre mantuvieron una gran amistad por la ventaja de que eran vecinos y en múltiples ocasiones jugaron en la calle, también con otros amigos, en esa época en que no existía el internet y la televisión y los libros eran la mejor máquina del tiempo.

Del matrimonio de la señora Laura Mosqueda y Rafael Rodríguez Arroyo nacen Paola, quien años después se titula como Licenciada en Comercio Internacional; Rafael, que termina la carrera de Mercadotécnica; y Victoria, la única que sigue el camino del padre y se convierte en arquitecta.

El maestro Rafael Rodríguez construye el más grande de los palacios con el corazón de su esposa, de sus hijos y de sus nietos: Paulo, Cristian, Ángel y María Cristina; en donde siempre llegaba para culminar su felicidad como profesionista, como padre, como esposo y como abuelo.

Impartió clases de Arquitectura desde que se fundó la Universidad Latina de México, y entre tantas anécdotas contadas por sus alumnos, sobre sale una clase, en donde le preguntaron qué era la arquitectura. El maestro preguntó a sus estudiantes qué sentían al pronunciar la palabra: flor; qué sentían al imaginar un ferrocarril; qué había en su corazón al mirar el cielo rociado de estrellas; qué producía en su piel al cruzar el puente de Tresguerras. El maestro concluyó la lección, diciendo “Eso, lo que sienten, es arquitectura. Eso, lo que viven, es la arquitectura que deben plasmar en sus proyectos. Todo lo que existe en el inconcebible universo es arquitectura”.

También fue presidente del Colegio de Arquitectos en el año de 1985 y 1986, y participó de manera permanente en la Federación de Colegios de Arquitectos de la República Mexicana; ambas instituciones las consideró como hábitat en donde propuso grandes proyectos que cambiaron el rostro de Celaya.


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Entre sus obras, se encuentra la Casa Joven de Moroleón y Celaya, las avenidas Constituyentes y 2 de abril, así como el Malecón y una amplia obra urbana, tanto edificios como viviendas, como el Hotel Libertad, Plaza Bajío, Al Campo Deporte, el Súper Económico, único edificio que resistió a las explosiones del llamado Domingo Negro. Además, restauró la fábrica de Soria.

“Mi padre fue siempre un guerrero. Lo comparamos como un ferrocarril, pero con doble máquina, porque su sólida voluntad lo llevó a hacer una gran obra urbana, pero también trascender en el gremio de arquitectos a nivel regional y nacional”, dijo su hija Victoria.

Añadió que su más grande herencia que dejó a los hijos, fue el amor por el trabajo, el gusto natural por el estudio, la unidad familiar como la base fundamental que sostiene un edificio como es la sociedad.

“Siempre decía mi padre: todo se puede. Y por ello cada uno de los hijos logró terminar su carrera y seguir preparándose todos los días, porque en cada actividad que hacemos los hijos, tanto en casa o en el trabajo, ahí está mi padre, su voz convertida en acción, su palabra en forma de vida”, amplió.

Agregó que su padre fue una persona muy amorosa, como padre, como esposo y como abuelo; pero también su calidad humana se reflejaba en el trato que tenía con sus compañeros arquitectos, con la gente en su trabajo, con sus alumnos y compañeros maestros de la Universidad Latina de México.

Cientos de rosas, casi todas de color blanco, rodearon su tumba. Y todos sus allegados le dieron su último adiós con el lenguaje del alma: las oraciones y el silencio.

CELAYA, Gto. (OEM-Informex). - El gremio de arquitectos, estudiantes universitarios, vecinos y amigos vistieron de luto, y con paso lento participaron en el cortejo fúnebre para dar el último adiós al maestro Rafael Rodríguez Arroyo, quien falleció a los 68 años, el pasado viernes.

Después de que fue velado entre oraciones, cirios y flores blancas, se hizo la misa de cuerpo presente ayer, a las 13:00 horas, en el templo de la Merced, a donde llegaron más amigos, familiares y estudiantes de la Universidad Latina y del Colegio de Arquitectos.

Rafael Rodríguez Arroyo nació en Celaya el 28 de octubre del 1951. Era apenas un niño cuando mueren sus padres: María de Jesús Arroyo y Antonio Rodríguez, por lo que tuvo que vivir en casa de los abuelos, que se ubica a poca distancia del templo de la Merced, de la zona centro de Celaya.


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Estudió la primaria y secundaria en el Colegio Vasco de Quiroga; después, estuvo en la Preparatoria Oficial, y más tarde hizo la licenciatura en Arquitectura en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), a la que quiso profundamente al grado de decir en repetidas ocasiones “Soy 100 % Pumas, de piel dorada y corazón de hierro”.

Retorna a Celaya y se casa con la joven Laura Mosqueda Nieto, a quien había conocido desde los ocho años y siempre mantuvieron una gran amistad por la ventaja de que eran vecinos y en múltiples ocasiones jugaron en la calle, también con otros amigos, en esa época en que no existía el internet y la televisión y los libros eran la mejor máquina del tiempo.

Del matrimonio de la señora Laura Mosqueda y Rafael Rodríguez Arroyo nacen Paola, quien años después se titula como Licenciada en Comercio Internacional; Rafael, que termina la carrera de Mercadotécnica; y Victoria, la única que sigue el camino del padre y se convierte en arquitecta.

El maestro Rafael Rodríguez construye el más grande de los palacios con el corazón de su esposa, de sus hijos y de sus nietos: Paulo, Cristian, Ángel y María Cristina; en donde siempre llegaba para culminar su felicidad como profesionista, como padre, como esposo y como abuelo.

Impartió clases de Arquitectura desde que se fundó la Universidad Latina de México, y entre tantas anécdotas contadas por sus alumnos, sobre sale una clase, en donde le preguntaron qué era la arquitectura. El maestro preguntó a sus estudiantes qué sentían al pronunciar la palabra: flor; qué sentían al imaginar un ferrocarril; qué había en su corazón al mirar el cielo rociado de estrellas; qué producía en su piel al cruzar el puente de Tresguerras. El maestro concluyó la lección, diciendo “Eso, lo que sienten, es arquitectura. Eso, lo que viven, es la arquitectura que deben plasmar en sus proyectos. Todo lo que existe en el inconcebible universo es arquitectura”.

También fue presidente del Colegio de Arquitectos en el año de 1985 y 1986, y participó de manera permanente en la Federación de Colegios de Arquitectos de la República Mexicana; ambas instituciones las consideró como hábitat en donde propuso grandes proyectos que cambiaron el rostro de Celaya.


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“Mi padre fue siempre un guerrero. Lo comparamos como un ferrocarril, pero con doble máquina, porque su sólida voluntad lo llevó a hacer una gran obra urbana, pero también trascender en el gremio de arquitectos a nivel regional y nacional”, dijo su hija Victoria.

Añadió que su más grande herencia que dejó a los hijos, fue el amor por el trabajo, el gusto natural por el estudio, la unidad familiar como la base fundamental que sostiene un edificio como es la sociedad.

“Siempre decía mi padre: todo se puede. Y por ello cada uno de los hijos logró terminar su carrera y seguir preparándose todos los días, porque en cada actividad que hacemos los hijos, tanto en casa o en el trabajo, ahí está mi padre, su voz convertida en acción, su palabra en forma de vida”, amplió.

Agregó que su padre fue una persona muy amorosa, como padre, como esposo y como abuelo; pero también su calidad humana se reflejaba en el trato que tenía con sus compañeros arquitectos, con la gente en su trabajo, con sus alumnos y compañeros maestros de la Universidad Latina de México.

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