/ domingo 21 de enero de 2024

Del Estante | Los bigotes de Salvador Dalí y su casi expulsión surrealista

En 1963, el pintor español publicó Diario de un genio, libro en el que revela pistas sobre su vida, obra y hasta su apariencia

Habrá quien cuestione, con un tono irónico, la inagotable curiosidad con que algunos lectores nos volcamos a los diarios y las memorias de escritores, artistas y personajes históricos. Pero dentro de estos documentos, uno encuentra las correspondencias que, en muchas ocasiones, terminan por dar alguna pista de sentido a sus obras a partir de sus propias vidas.

Esto lo sabía bien el pintor Salvador Dalí, quien en 1963 publicó su libro Diario de un genio, donde expresamente quiso demostrar que “la vida cotidiana de un genio, su sueño, su digestión, sus éxtasis, sus uñas, sus resfriados, su sangre, su vida y su muerte son esencialmente diferentes a los del resto de la humanidad”.

En ese texto, el pintor revela algunos elementos difíciles de comprender de su obra y hasta de su apariencia, no exenta de polémicas, ni siquiera a 35 años de su muerte. Entre ellos, el origen de sus largos bigotes y el modo en que sus pinturas casi provocan su expulsión del círculo artístico de los surrealistas en 1934.

Según confiesa el mismo artista en ese libro de memorias, su relación con los surrealistas nunca fue libre de debate y discusión, ni siquiera cuando fue incluido en el grupo en 1929. ¿Pero a qué se debió esa rispidez que terminó por acusar a Dalí de simpatizante de Adolf Hitler y un detractor de la lucha de clases y la clase obrera?

Salvador señala como origen sus lecturas del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, quien en su libro Así habló Zaratustra (1883) anunciaba “la muerte de Dios”, cuyo personaje principal le pareció “un héroe fabuloso de quien admiraba la grandeza del alma”, como una oportunidad para la trascendencia individual y la creación. Así Nietzsche se volvió para él un modelo al que habría de superar, pues vio un defecto en ser “un hombre débil, que había tenido la debilidad de volverse loco”, reflexión que dio origen a su lema de vida: “La única diferencia entre un loco y yo es la de que yo no estoy loco”.

“¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzsche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, colmados de música wagneriana y de brumas. Serían, afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntando hasta el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicados verticales españoles”, escribió Dalí.

Esta actitud creadora, sin límites, pero bien estudiada e instruida lo llevó a hacer la obra que Paul Éluard descubrió en la casa del pintor español, firmada en 1929, que causó revuelo y escándalo entre los surrealistas por sus evocaciones escatológicas —las cuales encontraba en varias fuentes de la historia y la cultura— y que, a pesar de no ser completamente entendidas, terminaron por permitirle su ingreso al grupo que había estudiado bien y que quería revolucionar.

“Yo aspiraba a convertirme en el Nietzsche de lo irracional. Yo, el racionalista convencido, era el único que sabía lo que buscaba; no me sometería a lo irracional por lo irracional, a lo racional narcisista y receptivo […], sino todo lo contrario, libraría la batalla por la ‘conquista de lo irracional’”, escribió, para luego llevar al extremo estas ideas en sus pinturas que en algunos casos llegaron a ser tachadas como “tabús”.

Así Dalí se lanzó a crear su cosmogonía para la cual agregó elementos místicos y religiosos, ideas que trató de inculcar en el surrealista por excelencia André Breton. En este proceso de búsqueda de libertad expresiva, se le ocurrió pintar una obra que evocara al revolucionario bolchevique y líder de la Revolución rusa Lenin con una larga y grotesca nalga sostenida por una muleta; y había comenzado a tener una obsesión por Hitler, a quien imaginaba como una mujer.

“Consiente, a pesar de todo, de la naturaleza psicopatológica de semejante sucesión de arrebatos, yo me repetía, arrobado, a mis propios oídos: ¡Esta vez sí, esta vez creo que rozo por fin la auténtica locura!”, escribe.

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Esta obsesión terminó por llamar la atención de los surrealistas, quienes, tras la de cuadros como El enigma de Hitler (1939) y la exhibición de su óleo El enigma de Guillermo Tell (1933) —que es la mencionada sobre Lenin — entablaron el debate entre sobre la continuidad de Dalí en el grupo. Y fue así, que enfermo de anginas, con un termómetro en la boca, Salvador Dalí, en febrero de 1934 fue sometido a juicio por el grupo surrealista, acusado por su supuesta inclinación hitleriana y postura contra el proletariado en sus pinturas.

Tras una larga deliberación, en la que Salvador Dalí se puso de rodillas en varias ocasiones para convencerlos, no de su permanencia en el grupo si no de las intenciones detrás de sus obras, logró que entendieran que su “obsesión hitleriana era estrictamente anti paranoica y apolítica en su esencia”, pero las diferencias entre Breton y él habían quedado más que marcadas, al grado que un día después de la muerte del líder surrealista Dalí, en 1966, declaró a un periódico: “El surealismo soy yo”.

Habrá quien cuestione, con un tono irónico, la inagotable curiosidad con que algunos lectores nos volcamos a los diarios y las memorias de escritores, artistas y personajes históricos. Pero dentro de estos documentos, uno encuentra las correspondencias que, en muchas ocasiones, terminan por dar alguna pista de sentido a sus obras a partir de sus propias vidas.

Esto lo sabía bien el pintor Salvador Dalí, quien en 1963 publicó su libro Diario de un genio, donde expresamente quiso demostrar que “la vida cotidiana de un genio, su sueño, su digestión, sus éxtasis, sus uñas, sus resfriados, su sangre, su vida y su muerte son esencialmente diferentes a los del resto de la humanidad”.

En ese texto, el pintor revela algunos elementos difíciles de comprender de su obra y hasta de su apariencia, no exenta de polémicas, ni siquiera a 35 años de su muerte. Entre ellos, el origen de sus largos bigotes y el modo en que sus pinturas casi provocan su expulsión del círculo artístico de los surrealistas en 1934.

Según confiesa el mismo artista en ese libro de memorias, su relación con los surrealistas nunca fue libre de debate y discusión, ni siquiera cuando fue incluido en el grupo en 1929. ¿Pero a qué se debió esa rispidez que terminó por acusar a Dalí de simpatizante de Adolf Hitler y un detractor de la lucha de clases y la clase obrera?

Salvador señala como origen sus lecturas del filósofo alemán Friedrich Nietzsche, quien en su libro Así habló Zaratustra (1883) anunciaba “la muerte de Dios”, cuyo personaje principal le pareció “un héroe fabuloso de quien admiraba la grandeza del alma”, como una oportunidad para la trascendencia individual y la creación. Así Nietzsche se volvió para él un modelo al que habría de superar, pues vio un defecto en ser “un hombre débil, que había tenido la debilidad de volverse loco”, reflexión que dio origen a su lema de vida: “La única diferencia entre un loco y yo es la de que yo no estoy loco”.

“¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzsche! Los míos no serían deprimentes, catastróficos, colmados de música wagneriana y de brumas. Serían, afilados, imperialistas, ultrarracionalistas y apuntando hasta el cielo, como el misticismo vertical, como los sindicados verticales españoles”, escribió Dalí.

Esta actitud creadora, sin límites, pero bien estudiada e instruida lo llevó a hacer la obra que Paul Éluard descubrió en la casa del pintor español, firmada en 1929, que causó revuelo y escándalo entre los surrealistas por sus evocaciones escatológicas —las cuales encontraba en varias fuentes de la historia y la cultura— y que, a pesar de no ser completamente entendidas, terminaron por permitirle su ingreso al grupo que había estudiado bien y que quería revolucionar.

“Yo aspiraba a convertirme en el Nietzsche de lo irracional. Yo, el racionalista convencido, era el único que sabía lo que buscaba; no me sometería a lo irracional por lo irracional, a lo racional narcisista y receptivo […], sino todo lo contrario, libraría la batalla por la ‘conquista de lo irracional’”, escribió, para luego llevar al extremo estas ideas en sus pinturas que en algunos casos llegaron a ser tachadas como “tabús”.

Así Dalí se lanzó a crear su cosmogonía para la cual agregó elementos místicos y religiosos, ideas que trató de inculcar en el surrealista por excelencia André Breton. En este proceso de búsqueda de libertad expresiva, se le ocurrió pintar una obra que evocara al revolucionario bolchevique y líder de la Revolución rusa Lenin con una larga y grotesca nalga sostenida por una muleta; y había comenzado a tener una obsesión por Hitler, a quien imaginaba como una mujer.

“Consiente, a pesar de todo, de la naturaleza psicopatológica de semejante sucesión de arrebatos, yo me repetía, arrobado, a mis propios oídos: ¡Esta vez sí, esta vez creo que rozo por fin la auténtica locura!”, escribe.

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Esta obsesión terminó por llamar la atención de los surrealistas, quienes, tras la de cuadros como El enigma de Hitler (1939) y la exhibición de su óleo El enigma de Guillermo Tell (1933) —que es la mencionada sobre Lenin — entablaron el debate entre sobre la continuidad de Dalí en el grupo. Y fue así, que enfermo de anginas, con un termómetro en la boca, Salvador Dalí, en febrero de 1934 fue sometido a juicio por el grupo surrealista, acusado por su supuesta inclinación hitleriana y postura contra el proletariado en sus pinturas.

Tras una larga deliberación, en la que Salvador Dalí se puso de rodillas en varias ocasiones para convencerlos, no de su permanencia en el grupo si no de las intenciones detrás de sus obras, logró que entendieran que su “obsesión hitleriana era estrictamente anti paranoica y apolítica en su esencia”, pero las diferencias entre Breton y él habían quedado más que marcadas, al grado que un día después de la muerte del líder surrealista Dalí, en 1966, declaró a un periódico: “El surealismo soy yo”.

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