Entre 1977 y 1988, la escritora y periodista Cristina Pacheco, fallecida en diciembre de 2023 a los 82 años, realizó una amplia serie de entrevistas a personajes de la cultura latinoamericana, las cuales solía publicar, ya fuera en el suplemento “Sábado”, del periódico “Unomásuno”, o, como sucedía con mayor frecuencia, en sus colaboraciones semanales en la revista “Siempre!”
Una de esas entrevistas fue nada más y nada menos que con el pintor más famoso de Colombia: Fernando Botero, quien también falleció el año pasado, pero en el mes de septiembre, a los 91 años. Charla que quedó compilada en el libro “La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos”, el cual fue publicado por el Fondo de Cultura Económica y aún puede conseguirse.
Con una prosa ágil y un proceder bastante revelador de las vidas y los pensamientos de sus interlocutores, como era su costumbre —ya fueran próceres de la cultura o héroes de la vida cotidiana—, la conductora del programa “Aquí nos tocó vivir”, en aquel texto hace evidente el interés de Botero por pintar figuras “voluptuosas” y cómo es que el arte mexicano terminó por ser clave en el curso de su obra.
“Sólo pretendí apropiarme de un volumen desorbitado, darle cierta sensualidad a la forma a través del volumen. Fue un hallazgo que luego fui puliendo y perfeccionando. Yo no quiero que nadie piense que el origen de mis volúmenes está en alguna deformación de tipo físico, visual. […] Todo es producto de una búsqueda y de una decisión: trabajar con formas o dimensiones colosales. A través de ellas quiero llevar mis ideas hasta sus últimas consecuencias”, le contesta Botero a Cristina, cuando ella le preguntó si lo que pretendía era “ganarle espacio a la escultura”.
Hasta ahí las intenciones pictóricas de Botero, pero ¿dónde se originaron? En la entrevista, Cristina Pacheco recuerda a Botero la primera vez que llegó a México, en 1956, donde pintaría su famosa y peculiar “Mandolina sobre una silla” (1957), la cual se considera el nacimiento de toda su estética.
“Al estar trabajándola cobró dimensiones más amplias, especiales. Correspondían a mi interés por lo monumental. En ese momento sentí que había encontrado mi forma de expresión, el principio de algo que no se ha agotado”, decía entonces Botero, a quien la periodista le preguntó si su interés por si el mexicano arte estaba influenciado lo había influenciado.
“Yo en aquel momento vivía en Europa. Para mí, como para todos los latinoamericanos que nos encontrábamos por aquellas tierras, esta ciudad, este país, eran puntos de referencia. Antes de visitar esta tierra conocía la grandiosidad del arte mexicano. Al llegar lo sentí directamente al verme cerca del arte prehispánico y de los tres grandes pintores mexicanos: Rivera, Tamayo, Orozco… Antes de llegar a México la gran influencia era la pintura italiana. Cuando llegué aquí cambié. Cambió mi visión del arte”, le contestó Botero.
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De esa entrevista, el lector puede obtener muchos más datos, desde cómo es que Botero concebía el arte como un medio expresivo placentero, más que como una impresión de realidades o registro histórico; cuáles eran sus procesos de trabajo, y cómo pensaba este autor que la obsesión y el deliro eran los ejes para la explotación de sus ideas.
En “La luz de México. Entrevistas con pintores y fotógrafos”, Cristina Pacheco dejó en riquísimo compendio de entrevistas con artistas destacados de la segunda mitad del siglo XX, como Vicente Royo, Rufino Tamayo, Juan O’ Gorman, Mathias Goeritz, Carlos Mérida, y José Luis Cuevas, entre otros. Un libro que, para entender el juego de luces y colores que son parte del pasado más próximo de la pintura mexicana, no debería faltar en la colección de ningún estante.