/ jueves 31 de octubre de 2024

Don Antonio y su nieto comparten un momento de fe y enseñanza en templo de San Agustín de Celaya

Pese a las puertas cerradas, don Antonio enseña al pequeño el valor de la oración y el respeto en público

Don Antonio lleva a su nieto Juan de ocho años de edad a elevar oraciones al templo de San Agustín, pero llegan en el momento en que las puertas están cerradas, lo cual no les impidió rezar y pedir por la salud de la familia.

Humilde ante el enorme templo, se inclina con dificultad don Antonio, apoyándose de su nieto y de la puerta de gran altura, para quedar de rodillas y rezar varios padrenuestros y avemarías, con devoción, recogimiento y entrega espiritual.

La gente pasa y los curiosos se les quedan viendo, pero otros se van de paso y muestran respeto ante el abuelo y el nieto que, como muchos, buscan un espacio y un momento para sanar el alma con las oraciones que aprendieron desde la infancia.

El niño Juan se distrae por un momento, y Don Antonio le llama la atención, le dice que se ponga a rezar y repita lo que él dice; lo hace con voz más baja que don Antonio, pero los dos comparten la misma devoción.

De nuevo, Juan voltea porque cree haber escuchado su nombre cuando varias niñas hablan en voz alta mientras cruzan la Plaza de Agustín, y de nuevo, sin que lo ordene el abuelo, el pequeño regresa a mirar la gran puerta y a rezar hacia sus adentros.

Nadie los interrumpe, nadie se atreve a molestarlos, ni aun aquellos que profesan otros credos, porque saben que, como ellos, también enseñan a los niños a estar quietos, a mirar al pastor, escuchar sus alabanzas y estar como los demás niños con sus padres alabando a Dios.

Menos de diez minutos dura el abuelo con sus plegarias que salen del pecho dedicadas al Santísimo; más de diez minutos le parecen al niño que se mantiene de rodillas, moviéndose de un lado a otro, pero cumpliendo con las enseñanzas del abuelo y de toda la familia.

Terminan de orar y de nuevo el hombre de edad tiene que apoyarse de la enorme puerta y del hombro del nieto para ponerse de pie; y el niño, entumido, también busca puntos de apoyo para incorporarse.

En ningún momento el niño tuvo pena alguna por acompañar a su abuelo, y menos por arrodillarse en plena vía pública, frente al templo, porque la familia le ha enseñado que la humildad engrandece a toda persona, sobre todo si es en nombre de Dios.

Don Antonio camina con su nieto para volver a casa, y en camino, antes de pasar el semáforo de la calle Insurgentes, el pequeño Juan le pide al abuelo que espere, porque el semáforo está en rojo, y después el niño toma de la mano a don Antonio y le ayuda a pasar. Ambos cruzan la calle con seguridad, ambos siguen caminando por la vida, acompañándose uno a otro, entre oraciones o entre semáforos.

Don Antonio lleva a su nieto Juan de ocho años de edad a elevar oraciones al templo de San Agustín, pero llegan en el momento en que las puertas están cerradas, lo cual no les impidió rezar y pedir por la salud de la familia.

Humilde ante el enorme templo, se inclina con dificultad don Antonio, apoyándose de su nieto y de la puerta de gran altura, para quedar de rodillas y rezar varios padrenuestros y avemarías, con devoción, recogimiento y entrega espiritual.

La gente pasa y los curiosos se les quedan viendo, pero otros se van de paso y muestran respeto ante el abuelo y el nieto que, como muchos, buscan un espacio y un momento para sanar el alma con las oraciones que aprendieron desde la infancia.

El niño Juan se distrae por un momento, y Don Antonio le llama la atención, le dice que se ponga a rezar y repita lo que él dice; lo hace con voz más baja que don Antonio, pero los dos comparten la misma devoción.

De nuevo, Juan voltea porque cree haber escuchado su nombre cuando varias niñas hablan en voz alta mientras cruzan la Plaza de Agustín, y de nuevo, sin que lo ordene el abuelo, el pequeño regresa a mirar la gran puerta y a rezar hacia sus adentros.

Nadie los interrumpe, nadie se atreve a molestarlos, ni aun aquellos que profesan otros credos, porque saben que, como ellos, también enseñan a los niños a estar quietos, a mirar al pastor, escuchar sus alabanzas y estar como los demás niños con sus padres alabando a Dios.

Menos de diez minutos dura el abuelo con sus plegarias que salen del pecho dedicadas al Santísimo; más de diez minutos le parecen al niño que se mantiene de rodillas, moviéndose de un lado a otro, pero cumpliendo con las enseñanzas del abuelo y de toda la familia.

Terminan de orar y de nuevo el hombre de edad tiene que apoyarse de la enorme puerta y del hombro del nieto para ponerse de pie; y el niño, entumido, también busca puntos de apoyo para incorporarse.

En ningún momento el niño tuvo pena alguna por acompañar a su abuelo, y menos por arrodillarse en plena vía pública, frente al templo, porque la familia le ha enseñado que la humildad engrandece a toda persona, sobre todo si es en nombre de Dios.

Don Antonio camina con su nieto para volver a casa, y en camino, antes de pasar el semáforo de la calle Insurgentes, el pequeño Juan le pide al abuelo que espere, porque el semáforo está en rojo, y después el niño toma de la mano a don Antonio y le ayuda a pasar. Ambos cruzan la calle con seguridad, ambos siguen caminando por la vida, acompañándose uno a otro, entre oraciones o entre semáforos.

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