/ lunes 16 de septiembre de 2024

Reencarnación

En su anterior vida era tigre siberiano, pero luego fue arrojado a un lugar, un tiempo y una familia determinados que no fueron de su elección. El colmo: lo dejaron en la ciudad, donde para comer debía hacerle reverencias a un jefe déspota, pagar impuestos, vender su dignidad. Soportar era la clave secreta para vivir. Parecía fácil, pero no para él quien sabía que su destino perfecto era morir solo, bajo un puente y con una botella de aguardiente como única compañera. Trabajó hasta donde pudo dentro de ese sistema que mataba a la gente buena de hambre, de

enfermedad, de ignorancia y recompensaba a los imbéciles. Pero un día se despertó: fue al trabajo y se tragó a su jefe, luego se dirigió al ayuntamiento para devorarse al receptor de impuestos, a diputados, senadores, ministros y a cuánto cretino se le atravesó. Cualquiera sabe que en los edificios gubernamentales hay

más idiotas buenos para nada que en ningún otro lado. Todavía se alcanzó a comer a unos compañeres y a unas feminazis que pintarrajeaban protestas afuera

del edificio, antes de salir corriendo al campo.

Corrió erguido con todas sus fuerzas, descalzo, entre las hizacheras, mientras los sabuesos le seguían el rastro. No era Siberia ni había nieve, pero por fin era un animal sin dueño.

Dio así utilidad a esa caída en determinado tiempo y espacio a pesar de las

circunstancias casi como si hubiese sido un ser humano, nacido en el país perfecto.

En su anterior vida era tigre siberiano, pero luego fue arrojado a un lugar, un tiempo y una familia determinados que no fueron de su elección. El colmo: lo dejaron en la ciudad, donde para comer debía hacerle reverencias a un jefe déspota, pagar impuestos, vender su dignidad. Soportar era la clave secreta para vivir. Parecía fácil, pero no para él quien sabía que su destino perfecto era morir solo, bajo un puente y con una botella de aguardiente como única compañera. Trabajó hasta donde pudo dentro de ese sistema que mataba a la gente buena de hambre, de

enfermedad, de ignorancia y recompensaba a los imbéciles. Pero un día se despertó: fue al trabajo y se tragó a su jefe, luego se dirigió al ayuntamiento para devorarse al receptor de impuestos, a diputados, senadores, ministros y a cuánto cretino se le atravesó. Cualquiera sabe que en los edificios gubernamentales hay

más idiotas buenos para nada que en ningún otro lado. Todavía se alcanzó a comer a unos compañeres y a unas feminazis que pintarrajeaban protestas afuera

del edificio, antes de salir corriendo al campo.

Corrió erguido con todas sus fuerzas, descalzo, entre las hizacheras, mientras los sabuesos le seguían el rastro. No era Siberia ni había nieve, pero por fin era un animal sin dueño.

Dio así utilidad a esa caída en determinado tiempo y espacio a pesar de las

circunstancias casi como si hubiese sido un ser humano, nacido en el país perfecto.