Continuando con la temática relativa a la historia de la educación femenina en Guanajuato, ésta no puede entenderse, sin mirar a la expedición de los primeros decretos que datan de la época colonial. Para ser más exacto, tenemos que partir de los requisitos estipulados para la formación de las maestras, que por entonces se pidieron a las mujeres que deseaban certificarse como tal, afín de tener el reconocimiento institucional de su trabajo. En la metrópoli española, fue expedida en julio de 1771, la Real Provisión de su Magestad, y Señores del Consejo, en que se prescriben los requisitos, que han de concurrir en las personas que se dediquen al Magisterio de las Primeras Letras, la cual contempló un apartado dedicado al preceptorado femenino. Este fue el documento oficial que vino a significar un aliciente para que más mujeres se abrieran paso en la primera enseñanza; aunque un siglo antes fue expedido otro que de alguna forma constituyó el cimiento.
La Real Provisión fue aplicable a todo el reino español y por tanto en la Nueva España, por lo que también tuvo sus efectos en la provincia de Guanajuato, tal y como se ha constatado con los expedientes e informes conservados en el Archivo Histórico de la Universidad de Guanajuato. Entonces surge la pregunta ¿Cuáles fueron los requisitos a los que debieron ajustarse las aspirantes a maestras? De acuerdo a la cédula real, la primera norma a cumplir fue la comprobación de sus saberes entorno a la doctrina cristiana, mediante un examen fijado por la autoridad eclesiástica. Una vez concluido este paso, a la aprobada como “preceptora”, se le expidió el oficio que avalaba su buen desempeño y dicho documento, era entregado para darle fe y legalidad, al corregidor o a otros personajes como al alcalde mayor de cabeza del partido, o bien a los comisarios designados por la autoridad del Ayuntamiento. El segundo requisito ponderado, fue la redacción de otro oficio, por el cual se escribían las referencias personales de la maestra, tales como el domicilio en donde vivía, datos sobre sus buenas costumbres, comportamiento, limpieza de sangre, etc. Este segundo documento era un certificado firmado por algún encargado de la justicia. En cuanto al tercer requisito, estuvo dividido en dos fases: primero, aprobar la “examinación” de los conocimientos sobre lectura, escritura y saber contar. Mientras que el segundo, fue dirigido a la “demostración” de sus habilidades para los distintos modos de escritura o tipos de letras, además de las cinco formas de las cuentas o numeración. Cabe destacar que para tales efectos, se recurría a la presencia de Un escribano, el cual escribía el oficio correspondiente que otorgaba validez a todo el proceso de la examinación. Tras esto, se conjuntaban todos los documentos originales de la maestra y posteriormente, entregados al archivo del ayuntamiento por parte de los “examinadores”. Al finalizar este momento, era entregado el título de “Primeras Letras” por parte de algún representante del Consejo.
En la otrora provincia de Guanajuato, las disposiciones de la Real Provisión de 1771, se aplicaron incluso, agregándose más aspectos a la “examinación” de las maestras; tales como el comprobar el uso de los materiales didácticos (silabarios, cartelones, catecismos, catones, textos de lectura obligatoria), hablar de historia política del reino español y rasgos novohispanos. Esto lo comprobamos por cierta documentación de archivo revisada. Por ello, la cédula real constituyó la piedra angular, por la cual el padre Manuel Quesada pudo proponer no sólo la apertura de la 1ª. Escuela Pública de Niñas en la ciudad de Guanajuato, sino también la formación de las primeras maestras adscritas al gobierno desde enero de 1792. Así, para diciembre de 1796, la capital provincial contaba ya con dos establecimientos de primeras letras para mujeres y con ello, se abrió el camino de la primera enseñanza a las mujeres de manera legal e institucionalizada. La regulación de sus actividades estuvo encargada a la Comisión de las Escuelas.
De lo anterior podemos entender cómo paulatinamente, iniciaron las certificaciones para maestras en la provincia guanajuatense; no sólo desde su capital sino en otras urbes como León, San Miguel de Allende, Irapuato y Celaya.
Así, comprobamos que para ser “preceptora” certificada, la mujer pretendienta tenía que pasar por un proceso a veces largo, porque involucraba personajes políticos y eclesiásticos locales, administrativos del ayuntamiento y del orden de la justicia. También podía la nueva maestra, abrir su propia escuela de primeras letras y ofrecer sus servicios de manera particular; tal situación permitió la instalación de instituciones privadas de niñas, que efectivamente podían costear las familias de abolengo. Además que sólo las preceptoras podían enseñar a mujeres, porque si alguna trastrocaba el orden imperante, podía ser sancionada de acuerdo a las leyes vigentes de esos años.
Finalmente, como se ha dicho en varias ocasiones, la historia de Guanajuato a través de su propia historia de la educación, nos ofrece una visión de la amplia participación de las mujeres en la instrucción de las primeras letras.
Puesto que comprueba que sí había féminas que asistían a las escuelas de la enseñanza elemental; que para tal funcionamiento de esa educación, debían certificarse sus maestras ante las autoridades de gobierno.